La permanencia en prisión del joven michoacano Raúl Meza, detenido durante las manifestaciones ocurridas en Morelia tras el asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, el 1 de noviembre de 2025, ha generado un amplio debate sobre los límites de la protesta social y el uso del aparato judicial en México. Meza, de 24 años, fue aprehendido el 2 de noviembre junto con otros participantes en las protestas que exigían justicia por el homicidio del edil independiente, atribuido presuntamente al Cártel Jalisco Nueva Generación, aunque las autoridades no han esclarecido completamente el móvil. Siete escoltas del alcalde fueron detenidos por su posible vinculación con el crimen, lo que añade complejidad al contexto de inseguridad en la región.
Las manifestaciones surgieron en respuesta a la ola de violencia en Michoacán, un estado marcado por disputas entre grupos delictivos y una alta tasa de impunidad en delitos graves. Los participantes, incluyendo Meza, corearon consignas contra el gobernador Alfredo Ramírez Bedolla, de Morena, responsabilizándolo de fallos en la seguridad pública. La Fiscalía General del Estado lo acusa de sabotaje, un delito tipificado en el Código Penal local que implica acciones contra el orden público, y presenta como evidencia principal sus gritos de «Fuera Bedolla» durante el evento. Un juez dictó prisión preventiva, y la pena potencial asciende a 22 años, lo que ha sido calificado por defensores de derechos humanos como una medida desproporcionada. Mientras otros detenidos fueron liberados, Meza permanece recluido, lo que genera interrogantes sobre selectividad en la aplicación de la ley.
Videos difundidos recientemente muestran presuntos actos de tortura contra Meza, incluyendo el «tehuacanazo» —rociar gas pimienta en el rostro— por parte de elementos policiales. En uno de ellos aparece José Guadalupe Gaona Rojas, coordinador de seguridad del gobernador, interrogando al detenido y manipulando su teléfono celular, aunque él niega irregularidades. Estas imágenes han avivado acusaciones de abuso de autoridad y represión política, especialmente en un estado donde Morena gobierna desde 2021 y ha enfrentado críticas por su manejo de la violencia organizada. Organizaciones como Amnistía Internacional y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos han sido invocadas para intervenir, argumentando que el caso viola el derecho a la libertad de expresión y la prohibición de tortura.
Desde una perspectiva analítica, este incidente invita a la polémica al confrontar dos visiones opuestas: por un lado, las autoridades defienden la detención como necesaria para preservar el orden en un contexto de alta inestabilidad, donde protestas pueden escalar a disturbios. Por otro, críticos sostienen que se trata de una criminalización selectiva de la disidencia, utilizando figuras penales amplias para intimidar a opositores y ocultar deficiencias gubernamentales en materia de seguridad. Michoacán registra más de 1,500 homicidios anuales vinculados al crimen organizado, y el asesinato de Manzo —quien recibió seis disparos en una plaza pública— resalta la vulnerabilidad de funcionarios locales. Sin embargo, perseguir a manifestantes por expresiones verbales plantea dudas sobre el equilibrio entre libertad de manifestación y responsabilidad penal, en un país donde la Suprema Corte ha fallado en favor de proteger protestas pacíficas.
El caso de Meza no solo afecta su situación individual, sino que podría disuadir futuras movilizaciones sociales en regiones conflictivas. Mientras avanza el proceso judicial, con recursos de apelación rechazados, la sociedad civil demanda transparencia y una investigación independiente sobre las alegaciones de tortura. Observar el desenlace será crucial para evaluar si prevalece el estado de derecho o se consolida un patrón de control sobre la expresión crítica, en medio de un debate nacional sobre democracia y gobernabilidad.






































