En el periodo de enero a septiembre de 2025, el gasto público en México exhibió una marcada concentración, con el 59.5 por ciento destinado a gasto federalizado, pensiones y servicio de la deuda, según datos del Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO). Esto dejó solo cuatro de cada diez pesos disponibles para sectores clave como educación, salud, seguridad e inversión pública. Esta distribución, que refleja prioridades del gobierno federal, ha generado un debate intenso sobre su sostenibilidad y efectos en el desarrollo nacional, especialmente en un contexto de desaceleración económica y presiones fiscales.
Los ingresos presupuestarios crecieron un 7.0 por ciento real respecto a 2024, impulsados por mayor recaudación impositiva y transferencias a Petróleos Mexicanos, pero la inversión física del sector público cayó un 32.5 por ciento en términos reales, excluyendo el sector petrolero. Analistas destacan que esta contracción limita la capacidad para generar empleo y modernizar infraestructura, afectando el crecimiento del Producto Interno Bruto, proyectado en torno al 1.5 por ciento para el año. Para los habitantes, esto se traduce en menor acceso a obras públicas, como carreteras o sistemas de transporte, que podrían elevar la productividad y reducir desigualdades regionales.
En educación, el presupuesto asignado representa una fracción insuficiente para cubrir necesidades crecientes. Con solo una porción marginal de los recursos disponibles, se observan rezagos en la calidad docente y equipamiento escolar, exacerbando la brecha educativa en zonas rurales. Observadores señalan que esto podría perpetuar ciclos de pobreza, con impactos a largo plazo en la movilidad social. Similarmente, en salud, el gasto público equivale a apenas el 2.5 por ciento del PIB, según el Centro de Investigación Económica y Presupuestaria, lo que ha provocado recortes en vacunas, hospitales y atención mental. Pacientes en regiones marginadas enfrentan escasez de medicamentos, aumentando la mortalidad por enfermedades prevenibles y sobrecargando sistemas privados, inaccesibles para la mayoría.
La seguridad pública también sufre: con fondos limitados, las estrategias contra la delincuencia organizada se ven mermadas, contribuyendo a tasas de violencia persistentes en estados como Guerrero o Michoacán. Esto afecta directamente a la población, fomentando migración interna y externa por temor a la inseguridad. La polémica surge al cuestionar si priorizar pensiones –que benefician a millones de jubilados– y el pago de deuda es una estrategia equitativa o un enfoque cortoplacista que sacrifica el futuro. Críticos argumentan que esto opaca avances sociales, como programas de bienestar, al desplazar recursos de pilares como salud y educación, potencialmente agravando la desigualdad. Defensores, en cambio, lo ven como necesario para mantener estabilidad financiera y honrar compromisos históricos.
En resumen, esta concentración presupuestal podría ralentizar la recuperación, con habitantes enfrentando servicios deficientes y menor inversión en capital humano. El debate invita a reflexionar: ¿fortalece esto el Estado de bienestar o erosiona su base productiva? A medida que se acerca el 2026, urge una revisión fiscal para equilibrar prioridades, evitando que el endeudamiento opaque el desarrollo inclusivo.


























