Silenciar la Crítica: Un Riesgo para la Democracia

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La democracia se sustenta en la transparencia y la rendición de cuentas. Cuando los mecanismos que permiten a la ciudadanía fiscalizar el poder se ven amenazados, el riesgo de un retroceso autoritario se vuelve palpable. La reaparición de medidas como la censura previa, o el uso de argumentos legales como la violencia política de género para silenciar la crítica y las denuncias de corrupción, constituye un fenómeno preocupante que merece un análisis exhaustivo. La controversia en torno a la gobernadora de Campeche, Layda Sansores, a quien se le ha acuñado el apodo de «#LaydaCensuras» en redes sociales, ejemplifica de manera clara este problema.

Históricamente, la censura previa ha sido un instrumento de regímenes autocráticos para controlar la información y reprimir la disidencia. Su prohibición en la mayoría de las democracias modernas se basa en el principio fundamental de que la libre expresión, incluso la más crítica o incisiva, es vital para el debate público y la formación de una opinión informada. La reimplantación, de facto o de jure, de cualquier forma de censura previa representa una erosión de este pilar democrático. Se genera un ambiente de autocensura en el que los periodistas, medios de comunicación y ciudadanos evitan abordar temas sensibles por temor a represalias legales, económicas o políticas. Esto no solo coarta la libertad de prensa, sino que también priva a la sociedad de información crucial para evaluar el desempeño de sus gobernantes.

En este contexto, la aplicación del argumento de la violencia política de género para censurar a quienes denuncian la corrupción o irregularidades de una funcionaria pública presenta una dimensión especialmente delicada. El concepto de violencia política de género es una herramienta legítima y necesaria para proteger la participación de las mujeres en la vida pública de ataques machistas, descalificaciones basadas en estereotipos de género y actos de intimidación que buscan excluirlas. Su propósito es fortalecer la democracia, no debilitarla. Sin embargo, cuando este argumento se utiliza de manera selectiva y se instrumentaliza para silenciar a la oposición o a los medios que señalan actos de corrupción, se desvirtúa su objetivo original.

En el caso de Layda Sansores, las denuncias en redes sociales y medios de comunicación han estado centradas en supuestos actos de corrupción y el manejo de los recursos públicos. El uso de un argumento tan serio como la violencia política de género para contrarrestar estas críticas genera varias preocupaciones. En primer lugar, debilita la credibilidad del propio concepto. Si cada crítica a una mujer en el poder, sin importar su contenido o la evidencia que la respalde, se tacha de violencia de género, el término pierde su significado y su capacidad para proteger a las mujeres que realmente la sufren. Esto podría llevar a una situación en la que las verdaderas víctimas de violencia política de género sean desestimadas, lo que representa un retroceso en la lucha por la igualdad.

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En segundo lugar, la instrumentalización de un marco legal para proteger a los funcionarios de la crítica legitima una peligrosa práctica: la de usar el poder del Estado para acallar a los adversarios. En lugar de responder a las acusaciones de corrupción con transparencia, investigación y rendición de cuentas, se opta por una vía legal que busca silenciar al mensajero en lugar de abordar el mensaje. Esta estrategia no solo desvía la atención del problema de fondo, sino que también crea un precedente peligroso que otros gobernantes podrían seguir.

El análisis de esta coyuntura política también requiere examinar el papel de las redes sociales. Tradicionalmente vistas como un espacio de libertad de expresión y de contrapeso al poder, ahora son también un campo de batalla en el que la información y la desinformación se mezclan. El uso de etiquetas como #LaydaCensuras es un claro ejemplo de cómo la ciudadanía busca ejercer presión y denunciar lo que percibe como un abuso de poder. Sin embargo, la respuesta de los gobiernos a estas dinámicas es crucial. En lugar de intentar controlar el flujo de información en estas plataformas, un gobierno democrático debería fomentar el debate, responder a las críticas con información verificable y abrir canales de comunicación para abordar las preocupaciones de la sociedad.

La relación entre el poder político y la crítica periodística o ciudadana es, por naturaleza, conflictiva. Los gobernantes siempre preferirán un panorama mediático favorable, mientras que la labor de la prensa y la ciudadanía es, en gran medida, la de fiscalizar el poder. En una democracia sana, este conflicto se gestiona a través de la ley y de las instituciones, garantizando la libertad de expresión y el derecho a la información. Cuando los gobernantes optan por usar el aparato estatal para silenciar a sus críticos, ya sea a través de la censura previa o de la instrumentalización de argumentos legales, la balanza se inclina peligrosamente hacia el autoritarismo.

El caso de Layda Sansores en Campeche, más allá de la persona o la región, se convierte en un síntoma de un problema más amplio que enfrenta la democracia en México y en otros países. La tentación de silenciar la crítica bajo cualquier pretexto, ya sea para proteger la reputación de un funcionario o para encubrir posibles actos de corrupción, representa un riesgo serio para la salud de las instituciones democráticas. Fortalecer la transparencia, garantizar la libertad de expresión y proteger a los periodistas y ciudadanos que denuncian la corrupción no son solo ideales abstractos, sino requisitos indispensables para evitar un retroceso democrático. El verdadero debate no debe centrarse en si la crítica es cómoda para los gobernantes, sino en si los ciudadanos tienen el derecho y la capacidad de ejercerla sin miedo a represalias.


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