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Policías: carne de cañón del Estado mexicano

En México, ser policía es una de las profesiones más peligrosas y menos reconocidas. Mientras la sociedad exige seguridad y resultados en el combate a la delincuencia, los agentes que conforman las corporaciones de seguridad pública en los tres niveles de gobierno —municipal, estatal y federal— enfrentan una realidad de abandono institucional, precariedad laboral y una violencia que los ha convertido en un blanco constante. Lejos de ser la fuerza sólida que el país necesita, las policías mexicanas son un reflejo de una profunda crisis estructural que compromete no solo su eficacia, sino su propia supervivencia. El dato más crudo y alarmante es que, en lo que va del año 2025, han sido asesinados al menos 293 policías, según el registro de la organización Causa en Común. Esta cifra, que se traduce en más de un agente asesinado cada día, desnuda la vulnerabilidad extrema de quienes tienen la encomienda de proteger a la ciudadanía.

El análisis de la situación de las policías en México, basado en el informe 2024 de Causa en Común, revela un panorama desolador que trasciende la violencia directa. La raíz del problema se encuentra en las condiciones sistémicas que han debilitado a las instituciones policiales desde dentro. En primer lugar, la precariedad laboral es la norma. Un número significativo de policías en el país percibe salarios por debajo de la línea de pobreza, con jornadas laborales que exceden las 48 horas semanales establecidas por ley y sin recibir el pago de horas extras. Esta explotación se agrava con la falta de prestaciones básicas: muchos agentes no cuentan con seguros de vida, atención médica adecuada para ellos y sus familias, ni acceso a créditos para vivienda. Esta desprotección económica y social no solo desmoraliza a los agentes, sino que también crea un terreno fértil para la corrupción, vista por algunos como un complemento necesario para un ingreso digno.

A la par de la precariedad salarial, la falta de equipamiento y profesionalización es una constante. El informe detalla carencias críticas que van desde lo más básico, como uniformes y botas, hasta equipo esencial para la protección y el desempeño de sus funciones, como chalecos balísticos, armamento adecuado y patrullas funcionales. Las corporaciones, especialmente a nivel municipal, operan con recursos limitados, lo que obliga a los policías a costear parte de su propio equipo o a trabajar en condiciones que ponen en riesgo su vida. La capacitación es otro pilar fundamental que presenta graves deficiencias. Los procesos de formación suelen ser insuficientes, desactualizados y no responden a los complejos desafíos que impone el crimen organizado. La falta de un desarrollo profesional claro, que incluya ascensos basados en el mérito y una formación continua, impide la consolidación de una verdadera carrera policial, dejando a los agentes estancados y sin incentivos para mejorar.

El eslabón más débil de la cadena son, sin duda, las policías municipales. Con más de 1,800 corporaciones en todo el país, su situación es heterogénea pero predominantemente precaria. Son estas policías las que tienen el primer contacto con la ciudadanía y las que enfrentan de manera más directa la violencia criminal en sus territorios. Sin embargo, son también las peor pagadas, las peor equipadas y las que cuentan con menor personal. Esta vulnerabilidad las hace presa fácil de los grupos delictivos, que las superan en número, armamento y capacidad operativa, orillándolas a la cooptación o al aniquilamiento. La estrategia de seguridad de los últimos sexenios, centrada en la militarización y en la creación de una Guardia Nacional de carácter militar, no ha resuelto esta debilidad estructural. Por el contrario, ha generado un abandono presupuestal y político de las policías civiles, especialmente las locales, bajo la premisa de que una fuerza federal centralizada podría sustituir sus funciones, una idea que se ha demostrado fallida en la práctica.

La consecuencia directa de este abandono institucional es la muerte. Los 293 policías asesinados hasta la fecha en 2025, con estados como Sinaloa, Guanajuato y Michoacán a la cabeza de la lista, no son solo una estadística; representan el fracaso del Estado mexicano para proteger a sus propios protectores. Cada agente caído es el resultado de enviarlos al frente de batalla sin las herramientas, la capacitación ni el respaldo institucional necesarios para sobrevivir. Son, en efecto, carne de cañón en una guerra no declarada, víctimas de un sistema que los utiliza pero no los valora. Esta violencia no solo diezma las filas de las corporaciones, sino que también disuade a nuevos reclutas, perpetuando un círculo vicioso de falta de personal, sobrecarga de trabajo y mayor vulnerabilidad para los agentes en activo.

En conclusión, la crisis que atraviesan las policías en México es un problema de seguridad nacional de primer orden. No se puede aspirar a construir la paz y reducir la criminalidad sobre cimientos tan frágiles. La solución no reside en seguir apostando por modelos militarizados que ignoran la importancia de la policía de proximidad, ni en soluciones cosméticas que no abordan las causas profundas del problema. Se requiere una reforma integral y de largo aliento, con un compromiso político real y una inversión sostenida para dignificar la labor policial. Esto implica garantizar salarios justos, prestaciones completas, equipamiento de calidad, una profesionalización rigurosa y, sobre todo, un marco legal y operativo que proteja la vida de los agentes. Mientras el Estado no asuma su responsabilidad fundamental de cuidar a quienes nos cuidan, la seguridad de todos los mexicanos seguirá pendiendo de un hilo, y los policías continuarán siendo las víctimas sacrificiales de una estrategia fallida.


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