La historia de la cultura popular está marcada por intentos de regulación basados en miedos morales infundados. En Estados Unidos, durante las décadas de 1980 y 1990, conservadores impulsaron campañas contra la música rock y los videojuegos, alegando que fomentaban la violencia y la depravación juvenil. En México, el partido Morena ha seguido un camino similar al imponer un impuesto del 8% a videojuegos con contenido violento, justificándolo como un acto de «justicia social» para combatir supuestas adicciones y agresiones generadas «desde la pantalla». Esta medida, aprobada recientemente en el Congreso, revive debates obsoletos a pesar de la abrumadora evidencia científica que desmiente cualquier vínculo causal entre el entretenimiento digital y la conducta violenta.
En EE.UU., el Parents Music Resource Center (PMRC), liderado por Tipper Gore, presionó en 1985 para etiquetar álbumes de rock con advertencias por letras «explícitas». Dee Snider, vocalista de Twisted Sister, testificó ante el Senado defendiendo su música. Argumentó que canciones como «We’re Not Gonna Take It» trataban temas románticos o de rebelión, no violencia, y bromeó: «Si las letras incitaran al amor, tendríamos una epidemia de amor, no de crimen». Años después, en los 90, videojuegos como Mortal Kombat y Doom fueron acusados de inspirar masacres escolares, llevando a audiencias congresionales y propuestas de prohibiciones. Sin embargo, estudios de la Asociación Americana de Psicología (APA) concluyeron que no hay prueba de causalidad, solo correlaciones débiles en comportamientos agresivos temporales.
En México, el diputado morenista José Armando Fernández Samaniego defendió el impuesto durante el debate fiscal de octubre de 2025, afirmando que los videojuegos violentos «generan violencia desde la pantalla» y que es «justicia social» que contribuyan al Estado para atender sus consecuencias. Esta postura ignora críticas de opositores como la diputada de Movimiento Ciudadano, Iraís Reyes, quien argumentó que la violencia en México surge de fallas estatales en seguridad y justicia, no de consolas, y que países como Japón, grandes consumidores de videojuegos, no son los más violentos. El impuesto, aplicado a títulos como GTA o Battlefield, se presenta como medida de salud pública, pero carece de respaldo empírico.
La ciencia es clara: revisiones meta-analíticas, como las de la APA en 2020, indican que no hay evidencia suficiente para afirmar que los videojuegos causen violencia real. Estudios en España y México muestran que el uso de videojuegos no correlaciona con agresividad vial o comportamientos delictivos, y que factores como el entorno socioeconómico son más determinantes. En cambio, los videojuegos pueden fomentar habilidades cognitivas y sociales.
Esta política de Morena refleja un conservadurismo cultural disfrazado de progresismo, similar al de los republicanos estadounidenses. En lugar de abordar raíces reales de la violencia –como la impunidad y la pobreza–, se estigmatiza a millones de gamers, principalmente jóvenes. Críticas en redes sociales destacan la hipocresía, recordando que México enfrenta crisis reales no vinculadas a pantallas. Si el rock no creó una «epidemia de amor», los videojuegos no generan criminales. Urge basar leyes en evidencia, no en pánicos morales, para una verdadera justicia social.