En un mundo que presume defender la libertad de expresión como pilar democrático, una realidad inquietante emerge: gobiernos que exigen a sus empleados actuar como megáfonos oficiales, bajo amenaza de despido. Este fenómeno, lejos de ser aislado, revela tensiones entre lealtad partidista y derechos individuales, erosionando la pluralidad que sustenta las sociedades abiertas. En Estados Unidos y México, casos recientes ilustran cómo las redes sociales y chats privados se convierten en herramientas de control, donde el disenso se castiga y la propaganda se impone.
En Estados Unidos, el escándalo estalló tras el asesinato del activista conservador Charlie Kirk el 10 de septiembre de 2025. El secretario de Defensa Pete Hegseth, en su rol al frente del renombrado Departamento de «Guerra» bajo la administración Trump, ordenó a su equipo rastrear publicaciones en redes sociales de personal militar y civiles del Pentágono. El objetivo: identificar y sancionar a quienes celebraran o se burlaran de la muerte de Kirk, descrito por Hegseth como un «seguidor de Cristo y patriota americano». Según reportes de NBC News y The Hill, Hegseth declaró en X que estaban «rastreando todo de cerca y actuaremos inmediatamente», calificándolo de «completamente inaceptable». Ya se han despedido a varios, incluyendo un marine por un post que decía «otro racista eliminado», y un agente del Servicio Secreto por llamarlo «karma». Influencers de derecha, como Libs of TikTok, han colaborado reportando posts bajo el hashtag #RevolutionariesInTheRanks, amplificando la vigilancia. Esto no solo viola la Primera Enmienda, sino que impone una ortodoxia ideológica en las fuerzas armadas, donde el silencio o la adhesión forzada reemplazan el debate libre.
Paralelamente, en México, prácticas similares circulan en chats de WhatsApp entre empleados gubernamentales. Mensajes virales exigen defender públicamente a gobernadores o secretarios de Estado, solicitando capturas de pantalla como prueba de lealtad para evitar sanciones laborales. Aunque no hay un caso centralizado reciente como el de Hegseth, esto refleja una cultura de control en los gobiernos de Morena, donde burócratas de bajo rango deben replicar narrativas oficiales en redes o grupos privados. Fuentes anónimas en foros como Reddit y reportes periodísticos de El País destacan cómo estos chats, a menudo de dependencias federales o estatales, amenazan con despidos o evaluaciones negativas si no se comparte contenido pro-gobierno. Esto evoca el «servilismo digital», donde la privacidad de WhatsApp se usa para coaccionar, violando la Constitución mexicana que protege la libertad de expresión en su artículo 6. En contextos como elecciones o crisis, como la reciente controversia por reformas judiciales, estos mecanismos aseguran un eco uniforme, silenciando críticas internas.
Estos ejemplos subrayan un patrón global: la libertad de expresión se presenta como absoluta, pero para empleados públicos, se subordina a la agenda ejecutiva. En EE.UU., el enfoque en Kirk post-mortem transforma el duelo en purga ideológica; en México, los chats de WhatsApp convierten el trabajo en activismo forzado. Las implicaciones son profundas: socavan la confianza en instituciones, fomentan autocensura y polarizan sociedades. Organismos como Amnistía Internacional han criticado estas tácticas como amenazas a la democracia, recordando que la lealtad no debe equivaler a obediencia ciega. Para contrarrestarlo, se necesitan reformas que protejan el disenso laboral y regulen la vigilancia digital. Sin embargo, mientras líderes prioricen la imagen sobre el pluralismo, la presunta libertad seguirá siendo una ilusión coaccionada.
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