Los últimos años han mostrado con claridad cómo las decisiones sustentadas en la ideología o en el discurso político, más que en la evidencia, pueden comprometer avances y generar costos sociales de largo plazo. La relación bilateral con Estados Unidos es un ejemplo: tras décadas de cooperación pragmática, el tono ideológico y confrontativo ha debilitado la certidumbre del T-MEC, ignorando la integración económica y social en curso y, con ello, reduciendo oportunidades de desarrollo para la región.
La política social también refleja esta tensión. La reducción de la pobreza multidimensional es un logro que no debe minimizarse, pero los datos revelan desigualdades regionales persistentes y un incremento en la población vulnerable por carencias sociales. Sin una estrategia sustentada en evidencia, los avances podrían resultar insostenibles ante el bajo crecimiento económico y la fragilidad institucional.
En seguridad, el abandono de policías locales, la ausencia de estrategias claras frente a desapariciones o la relación ambivalente con colectivos de víctimas muestran cómo cuando el discurso político sustituye al diagnóstico riguroso, se limita la efectividad de las acciones. Del mismo modo, en la justicia federal, la renovación masiva de jueces y magistrados sin experiencia previa abre dudas sobre la independencia y profesionalización, cuando lo que el país requiere es fortalecer capacidades ya probadas con métricas claras de desempeño.
El país necesita pasar de la política guiada por ideologías y lealtades partidistas a la sustentada en datos, evaluación constante y rendición de cuentas. Es la única vía hacia un desarrollo justo, equitativo y sostenible.
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