Pero el problema de México es mayor a la insolvencia de su gobierno. Es una cruda combinación de factores largamente incubados. Nuestra transición abrió cauces para la pluralidad, creó marcos de competencia y una dinámica razonable de contrapesos y controles sobre el poder. Estructuró las plataformas para decidir sobre la autoridad política. Pero no derivó en una institucionalidad funcional para generar bienes públicos en una sociedad abierta. Paradójicamente, en los casi 20 años de democracia se ha fermentado el desafecto social sobre la política, los partidos, los políticos y, en buena medida, por todo lo que suene o huela a “Estado”. El proceso de apertura política y el basamento de legitimación democrática no rompió con lo que Roger Bartra denominó como “la actitud contracultural” post1968: el Estado como patrimonio de una clase dominante, la política como escenario de una lucha entre los poderosos y los desposeídos, la revolución como motor del cambio social, la rebeldía como cualidad crítica. El régimen democrático que se instauró a finales de la década de los noventa prescindió de espacios para canalizar y pacificar las tensiones sociales. Enfocada en las rutinas de acceso al poder, la transición mexicana olvidó tejer una red de mediaciones que capture el descontento, aísle las causas de los conflictos y legitime las decisiones sobre la convivencia. El problema de México es que se ha abierto una evidente brecha entre la política y lo cívico. La política no es la actividad consensual y pacífica para resolver la vida en común, sino el reino de la impunidad, de los privilegios, de los intereses de unos cuantos. La democratización mexicana ha fallado en el propósito de edificar un Estado no sólo legítimo por su procedencia electoral, sino por su capacidad para ordenar efectivamente las relaciones sociales. Un Estado que ostente el monopolio de la fuerza y la amenaza creíble de las consecuencias. Un Estado bajo la razón del derecho. Un Estado que reivindique el valor de lo público.
El gobierno debe resolver su incapacidad de gestión. Replantear sus prioridades, definir una agenda más allá de las reformas estructurales, sacudirse de la inercia del círculo inmediato de lealtades, renovar su integración para recuperar interlocución y cierta dosis de credibilidad. Debe reconocer que el país no se puede gobernar con un pequeño grupo de incondicionales. Pero las soluciones de largo plazo son mucho más profundas. El reto del momento mexicano es crear capacidades institucionales. Definir el modelo de Estado democrático para las próximas décadas. No basta con la foto de un gran acuerdo nacional que borda en los lugares comunes y acaba en un nuevo episodio de buenas intenciones. Tampoco esa ingenua idea de que reencontraremos el rumbo perdido del país desde una “comisión de Estado” que supla el “consejo rector del Pacto por México”, o peor aún, que reúna periódicamente a un puñado de ilustres para formular propuestas que terminarán guardadas bajo el candado de las inercias. Debemos empezar por hacer cumplir la ley, por renovar las instituciones que no funcionan, por fortalecer las que son funcionales. El Ejecutivo tiene capacidad de iniciativa y, espero, diagnósticos sobre los problemas del país. Tiene palancas para provocar que el Congreso y las autoridades políticas locales concurran a las políticas públicas que son necesarias para enfrentar los males nacionales. Presentar las iniciativas y provocar que se voten, exigir que las obligaciones se cumplan y demandar la rendición de cuentas, evidenciar la negligencia o la falta de cooperación de otros aunque sean del propio partido, remediar las disfuncionalidades del aparato gubernativo. Invertir, en suma, todo el capital político disponible para encauzar la energía social en un sentido socialmente útil.
La nuestra es una crisis de Estado. Una crisis gestada por ausencias pero, también, por excesos de presencia. Edificar un sólido Estado de derecho pasa necesariamente por definir sus funciones y límites. Los espacios donde debe estar y en los que no. Un Estado fuerte no es un Estado omnipresente, asfixiante, autoritario o represor. Es simplemente un orden eficaz, previsible y estable para las relaciones sociales. El orden impersonal de la ley democráticamente deliberada y votada.
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